domingo, 25 de mayo de 2025

De vuelta a la zona de confort (o igual no)

Mañana vuelvo a casa. Tomo el vuelo de regreso, que no es lo mismo que cogerlo (por si algún argentino me lee). Han sido dos semanas intensas fuera de mi zona más confortable, caminando por tierras de tango y mate, con la mochila ahora rebosante de experiencias, anécdotas, conversaciones y aprendizajes que apenas empiezo a digerir.

Dos semanas dan para mucho. Parte de lo vivido lo contaba ya en el post anterior "Al mal tiempo, buena cara", pero había más.

Volver a Tucumán fue como abrir una vieja caja de recuerdos. Me encontré con personas que no veía desde hacía más de veinte años. También me reencontré conmigo mismo: con el que fui la última vez que estuve allí. El tiempo no borra, transforma. Y este reencuentro me hizo reflexionar sobre cómo he cambiado... y sobre lo que permanece.

Después llegó Buenos Aires, con su caos magnético y ese orden desordenado que solo las grandes ciudades saben sostener. Allí tuve la oportunidad de acercarme al funcionamiento de la Universidad de Buenos Aires. Al compararla con la Universidad de Burgos, donde trabajo, me llevé dos certezas: una, de que hay cosas que hacemos muy bien; y otra, de que siempre podemos aprender de formas distintas de hacer lo mismo.

La ciudad también me dio lecciones más sutiles: cómo funciona una megaurbe que parece caótica y sigue su propio ritmo; cómo la economía informal convive con lo institucional; cómo un sistema económico lleno de tipos de cambio, tarjetas y monedas puede ser a la vez incomprensible y funcional. Admiro la capacidad de adaptación de los argentinos, su temple ante una inestabilidad que en Europa nos descolocaría en dos días.

Una de las sorpresas más agradables fue compartir conversación con Águila Luminosa, un indígena del norte argentino. Me habló de sus tradiciones, de su mirada sobre lo que ocurre en su tierra (Pachamama), de sus ritos ancestrales, algunos de los cuales conservan. No lo esperaba, y me conmovió profundamente. Sus reflexiones me hicieron temblar, es un regalo que me llevo conmigo.

Y entonces, pienso: hubiese sido más fácil quedarme en casa. Muchas veces la pereza, el miedo, o simplemente la comodidad nos retienen. Pero salir, aunque cueste, nos ofrece nuevas perspectivas. Nos ayuda a mirar nuestro entorno habitual con otros ojos, y lo más importante: a vernos a nosotros mismos con más claridad.

Hay un dicho que me gusta mucho: “Viajar es como un espejo: te devuelve una imagen más amplia de ti mismo”. Y eso ha sido este viaje para mí. He podido observar cómo reacciono ante la incertidumbre, cómo me manejo cuando las respuestas no están dadas y los caminos no están señalizados. Por contraste, también entendí mejor mi propio lugar de origen, con todo lo que tiene de bueno, y con lo que podría mejorar.

Mark Twain decía que “viajar mata los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente”. Qué importante es reducir el juicio, ser más tolerantes y desarrollar la capacidad de comprender a quienes viven, piensan o sienten de forma distinta.

Ahora toca volver. Y aunque regresar a casa implica, en parte, volver a algunas rutinas, algo ha cambiado. Ya no soy exactamente el mismo, un viaje transforma. La zona de confort sigue estando ahí, pero ya no es igual. El viaje me ha movido por dentro, y parte de ese movimiento se queda conmigo.

Si llevas tiempo sintiendo que todo es demasiado conocido, que los días pasan sin dejar huella, plantéate hacer algo fuera de tu zona de confort. No hace falta cruzar el océano. A veces, basta con cambiar de barrio, de compañía, de ruta habitual. Hazlo con intención, con curiosidad. Porque fuera de lo conocido, es donde a veces empezamos a conocernos mejor.

Puedes salir a explorar y cuando te canses o quieras, volver a la zona conocida, de la que te daba pereza salir.

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