Mañana
vuelvo a casa. Tomo el vuelo de regreso, que no es lo mismo que cogerlo (por si
algún argentino me lee). Han sido dos semanas intensas fuera de mi zona más
confortable, caminando por tierras de tango y mate, con la mochila ahora
rebosante de experiencias, anécdotas, conversaciones y aprendizajes que apenas
empiezo a digerir.
Dos
semanas dan para mucho. Parte de lo vivido lo contaba ya en el post anterior
"Al
mal tiempo, buena cara", pero había más.
Volver
a Tucumán fue como abrir una vieja caja de recuerdos. Me encontré con personas
que no veía desde hacía más de veinte años. También me reencontré conmigo
mismo: con el que fui la última vez que estuve allí. El tiempo no borra,
transforma. Y este reencuentro me hizo reflexionar sobre cómo he cambiado... y
sobre lo que permanece.
Después
llegó Buenos Aires, con su caos magnético y ese orden desordenado que solo las
grandes ciudades saben sostener. Allí tuve la oportunidad de acercarme al
funcionamiento de la Universidad de Buenos Aires. Al compararla con la
Universidad de Burgos, donde trabajo, me llevé dos certezas: una, de que hay
cosas que hacemos muy bien; y otra, de que siempre podemos aprender de formas
distintas de hacer lo mismo.
La
ciudad también me dio lecciones más sutiles: cómo funciona una megaurbe que
parece caótica y sigue su propio ritmo; cómo la economía informal convive con
lo institucional; cómo un sistema económico lleno de tipos de cambio, tarjetas
y monedas puede ser a la vez incomprensible y funcional. Admiro la capacidad de
adaptación de los argentinos, su temple ante una inestabilidad que en Europa
nos descolocaría en dos días.
Una de
las sorpresas más agradables fue compartir conversación con Águila Luminosa, un
indígena del norte argentino. Me habló de sus tradiciones, de su mirada sobre
lo que ocurre en su tierra (Pachamama), de sus ritos ancestrales, algunos de
los cuales conservan. No lo esperaba, y me conmovió profundamente. Sus
reflexiones me hicieron temblar, es un regalo que me llevo conmigo.
Hay un
dicho que me gusta mucho: “Viajar es como un espejo: te devuelve una imagen más
amplia de ti mismo”. Y eso ha sido este viaje para mí. He podido observar cómo
reacciono ante la incertidumbre, cómo me manejo cuando las respuestas no están
dadas y los caminos no están señalizados. Por contraste, también entendí mejor
mi propio lugar de origen, con todo lo que tiene de bueno, y con lo que podría
mejorar.
Mark
Twain decía que “viajar mata los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de
mente”. Qué importante es reducir el juicio, ser más tolerantes y desarrollar
la capacidad de comprender a quienes viven, piensan o sienten de forma
distinta.
Ahora
toca volver. Y aunque regresar a casa implica, en parte, volver a algunas
rutinas, algo ha cambiado. Ya no soy exactamente el mismo, un viaje transforma.
La zona de confort sigue estando ahí, pero ya no es igual. El viaje me ha
movido por dentro, y parte de ese movimiento se queda conmigo.
Si
llevas tiempo sintiendo que todo es demasiado conocido, que los días pasan sin
dejar huella, plantéate hacer algo fuera de tu zona de confort. No hace falta
cruzar el océano. A veces, basta con cambiar de barrio, de compañía, de ruta
habitual. Hazlo con intención, con curiosidad. Porque fuera de lo conocido, es
donde a veces empezamos a conocernos mejor.
Puedes
salir a explorar y cuando te canses o quieras, volver a la zona conocida, de la
que te daba pereza salir.
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