viernes, 30 de mayo de 2025

Desconectar para conectar

Vivimos hiperconectados. Cada paso que damos suele estar acompañado por un mapa en tiempo real, una notificación o una búsqueda rápida en Google. Pero ¿qué pasa si decidimos apagar los datos del teléfono y simplemente caminar? ¿Y si, por un rato, confiamos más en nuestros sentidos que en el GPS?

He podido experimentar lo que es andar sin datos en el móvil. En mi estancia en Buenos Aires era complicado cambiar la tarjeta al móvil y los datos de Europa resultaban caros, así que decidí visitar la ciudad a la antigua usanza, cuando no teníamos móvil. Ahora es un poco distinto, porque tampoco encontré mapas en papel, los móviles los han vuelto obsoletos. Para la visita solo me hice con una idea general de la ciudad, de sus barrios, unas cuantas capturas de pantalla y la promesa de conectarme de vez en cuando a alguna red WiFi pública. Lo que encontré fue mucho más que calles y plazas: encontré otra manera de estar.

Sin notificaciones, sin el impulso de buscar reseñas o direcciones exactas, tu mente se calma. Empiezas a observar con más detalle: los colores de las fachadas, los olores que salen de las panaderías, las conversaciones que se escapan de las terrazas. Caminar sin datos es una forma sencilla de conectar con lo que tienes al lado, en lugar de escaparte a lo que te trae el móvil de lejos.

“Internet, los datos, nos alejan de lo de cerca para acercar lo que tenemos lejos”.

Cuando caminas sin mapas, sin la guía constante del GPS, tu atención cambia de enfoque: en lugar de mirar una pantalla, empiezas a observar con más detalle lo que te rodea. Te haces consciente de las esquinas por las que giras, de los edificios que dejas atrás. Estás más presente, más conectado con el momento y con el espacio que pisas. Cada paso cuenta, porque ahora eres tú quien va trazando el mapa mental del recorrido: “por aquí estaba ese mural”, “si vuelvo por esa calle, llegaré al parque”. Al no delegar la orientación en el teléfono, activas tu memoria, tu percepción, tu intuición. Recuperas habilidades que habías cedido a un dispositivo.

Sin la ruta exacta, sin el camino marcado, entras en calles menos transitadas, encuentras plazas tranquilas donde no hay turistas. Lo inesperado se convierte en el mejor itinerario. Y cuando de verdad necesitas orientarte, aparece un café con WiFi donde descansar, revisar el mapa y seguir.

Sin el teléfono como guía no queda otra opción que hablar más con la gente, preguntar direcciones y recomendaciones, o simplemente charlar con el que tienes al lado. Te das cuenta que esas conversaciones son mucho mejores que lo que te cuenta el móvil, descubres personas reales que te hablan desde su diversidad, encuentras conexión real y no la imaginada de las aplicaciones móviles.

Te dejas llevar más por tu instinto que por las estrellas que le han puesto al sitio en una aplicación, más atento a lo que ves y lo que sientes. Acertar o equivocarte es parte de la aventura.

Caminar sin datos es un pequeño acto de rebeldía. No contra la tecnología, sino contra la prisa, la saturación, querer verlo todo y la necesidad constante de control. Es elegir el ritmo lento, el azar, la intuición. Y al hacerlo, la ciudad se revela de otra manera. Más viva. Más tuya.

Me traigo la experiencia, la suerte de caminar sin datos, desconectar para conectar conmigo. Creo que ahora, de vez en cuando, apagaré los datos aquí en Europa para dejar que el instinto me guíe, que el cuerpo marque el ritmo, el camino y el descanso. Total, puedo volver a conectar con la red cuando quiera. También me puedo liberar de esa red que nos atrapa cuando me convenga.

Prueba, apaga los datos, guarda el teléfono y camina. El mapa más interesante está en tu mirada ¿Te animarías a perderte un poco más para encontrarte mejor?

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domingo, 25 de mayo de 2025

De vuelta a la zona de confort (o igual no)

Mañana vuelvo a casa. Tomo el vuelo de regreso, que no es lo mismo que cogerlo (por si algún argentino me lee). Han sido dos semanas intensas fuera de mi zona más confortable, caminando por tierras de tango y mate, con la mochila ahora rebosante de experiencias, anécdotas, conversaciones y aprendizajes que apenas empiezo a digerir.

Dos semanas dan para mucho. Parte de lo vivido lo contaba ya en el post anterior "Al mal tiempo, buena cara", pero había más.

Volver a Tucumán fue como abrir una vieja caja de recuerdos. Me encontré con personas que no veía desde hacía más de veinte años. También me reencontré conmigo mismo: con el que fui la última vez que estuve allí. El tiempo no borra, transforma. Y este reencuentro me hizo reflexionar sobre cómo he cambiado... y sobre lo que permanece.

Después llegó Buenos Aires, con su caos magnético y ese orden desordenado que solo las grandes ciudades saben sostener. Allí tuve la oportunidad de acercarme al funcionamiento de la Universidad de Buenos Aires. Al compararla con la Universidad de Burgos, donde trabajo, me llevé dos certezas: una, de que hay cosas que hacemos muy bien; y otra, de que siempre podemos aprender de formas distintas de hacer lo mismo.

La ciudad también me dio lecciones más sutiles: cómo funciona una megaurbe que parece caótica y sigue su propio ritmo; cómo la economía informal convive con lo institucional; cómo un sistema económico lleno de tipos de cambio, tarjetas y monedas puede ser a la vez incomprensible y funcional. Admiro la capacidad de adaptación de los argentinos, su temple ante una inestabilidad que en Europa nos descolocaría en dos días.

Una de las sorpresas más agradables fue compartir conversación con Águila Luminosa, un indígena del norte argentino. Me habló de sus tradiciones, de su mirada sobre lo que ocurre en su tierra (Pachamama), de sus ritos ancestrales, algunos de los cuales conservan. No lo esperaba, y me conmovió profundamente. Sus reflexiones me hicieron temblar, es un regalo que me llevo conmigo.

Y entonces, pienso: hubiese sido más fácil quedarme en casa. Muchas veces la pereza, el miedo, o simplemente la comodidad nos retienen. Pero salir, aunque cueste, nos ofrece nuevas perspectivas. Nos ayuda a mirar nuestro entorno habitual con otros ojos, y lo más importante: a vernos a nosotros mismos con más claridad.

Hay un dicho que me gusta mucho: “Viajar es como un espejo: te devuelve una imagen más amplia de ti mismo”. Y eso ha sido este viaje para mí. He podido observar cómo reacciono ante la incertidumbre, cómo me manejo cuando las respuestas no están dadas y los caminos no están señalizados. Por contraste, también entendí mejor mi propio lugar de origen, con todo lo que tiene de bueno, y con lo que podría mejorar.

Mark Twain decía que “viajar mata los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente”. Qué importante es reducir el juicio, ser más tolerantes y desarrollar la capacidad de comprender a quienes viven, piensan o sienten de forma distinta.

Ahora toca volver. Y aunque regresar a casa implica, en parte, volver a algunas rutinas, algo ha cambiado. Ya no soy exactamente el mismo, un viaje transforma. La zona de confort sigue estando ahí, pero ya no es igual. El viaje me ha movido por dentro, y parte de ese movimiento se queda conmigo.

Si llevas tiempo sintiendo que todo es demasiado conocido, que los días pasan sin dejar huella, plantéate hacer algo fuera de tu zona de confort. No hace falta cruzar el océano. A veces, basta con cambiar de barrio, de compañía, de ruta habitual. Hazlo con intención, con curiosidad. Porque fuera de lo conocido, es donde a veces empezamos a conocernos mejor.

Puedes salir a explorar y cuando te canses o quieras, volver a la zona conocida, de la que te daba pereza salir.

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sábado, 17 de mayo de 2025

Al mal tiempo, buena cara

El martes 13 de mayo llegué a Buenos Aires desde España a primera hora. Tenía que coger un vuelo interno a Tucumán, y ya había pasado todos los controles cuando llegó la noticia: el vuelo se cancelaba. “En martes y 13 ni te cases ni te embarques”, dice el refrán… y se cumplió al pie de la letra.

En un primer momento me invadió la frustración. Estaba tan cerca de embarcar que podía visualizar el despegue. Pero respiré hondo. Podía quedarme enganchado en la queja o decidir ocuparme de lo que sí estaba en mis manos. Elegí lo segundo.

Mientras otros se enfadaban con razón, aunque sin solución, yo intenté mantener la calma. La persona que me atendió estaba desbordada, como tantas veces ocurre en estos casos. Aun así, fue amable. Me explicó que la opción más temprana para volar a Tucumán era el día 15 a las seis de la mañana. ¿De qué me servía enfadarme con alguien que no tenía la culpa?

Pedí lo justo: alojamiento, comida y los traslados en Buenos Aires durante ese día y medio. No fue fácil encontrar alojamiento disponible, y la responsable tuvo que intentarlo varias veces. Agradezco su esfuerzo y su trato, incluso bajo presión.

Y en medio del caos, algunas lecciones comenzaron a tomar forma:

  • Que a veces no merece la pena enfadarse. Es mejor poner la energía en lo que puedes resolver y soltar lo que no está bajo tu control.
  • Que reconocer la amabilidad del otro y ser amable tú también, incluso en medio de la tensión, abre puertas. Motiva.
  • Que pedir lo justo, ni más ni menos, suele ser el camino más eficaz. No se trata de resignarse, sino de negociar con sensatez y sin venganza.

Con ese día inesperado en Buenos Aires, aproveché para visitar la Universidad en la que trabajaré esta semana que empieza. Me ubiqué, practiqué los trayectos, y me sentí más preparado. Al final, ese imprevisto me sirvió de orientación.

Pero la aventura no terminó ahí. El día 15 fui al aeropuerto previsto… y el vuelo había cambiado de terminal. Nadie me avisó. Corrí, tomé un taxi, y por suerte tenía dinero para cubrirlo. Lo reclamaré, aunque no tengo muchas esperanzas. Aun así, agradezco poder haberlo pagado. A veces, el dinero sí soluciona cosas, y rápido.

Y ahí viene otra enseñanza: tomárselo con humor. No engancharse en el enfado, que solo desgasta y a menudo termina salpicando a los que intentan ayudarte. Si tú estás tranquilo, es más probable que el otro lo esté también. Como decía un viejo compañero de trabajo: la amabilidad llama a la amabilidad.

“El enfado a veces solo desgasta y salpica al que quiere ayudarte”

Pero cuidado: esto no es resignación. Es aceptación activa. Buscar soluciones sin perder el foco, pedir lo justo sin perder la calma. Desde ahí se decide y actúa mejor.

Y sí, muchas cosas podrían haber salido peor: el avión no se estrelló, dormí bien, comí sin problemas. Lo que hoy vemos como “normal” era impensable hace décadas. Que se lo digan a mi tío abuelo Basilio y a su mujer Lola, que tardaron semanas en cruzar el océano hace más de 80 años. Hoy, en pocos días, uno puede ir de Burgos a Tucumán.

¿Por qué, entonces, tanta atención a lo que falla? ¿Por qué no poner más el foco en lo que funciona?

Ya he pasado unos días en Tucumán, han sido estupendos (eso es otra historia). Mañana vuelvo a Buenos Aires en autobús, buscando una opción con menos probabilidad de cancelación que el avión. Aunque claro, ahora hay inundaciones y algunas rutas están cortadas, no sé si podré viajar. La aventura continúa. Haré lo que pueda. No controlo la lluvia como no controlo la mayoría de cosas.

“Aceptar lo que no controlas y fluir con lo que hay”

“Lo que hay, hay”

Lo que sí puedo es elegir cómo vivir las circunstancias. No engancharme con lo que va mal, y sí reconocer todo lo que va bien. Porque siempre hay algo que va bien. Y muchas veces, con buena cara… el mal tiempo se vuelve más llevadero.

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martes, 13 de mayo de 2025

El tiempo pasa, no vuelve; pero los lazos permanecen, siguen ahí

Han pasado 22 años desde la última vez que estuve en Argentina. Es mucho tiempo. En el año 2000 visité el país por primera vez, viajé a San Miguel de Tucumán, donde tengo familia, era el impulso para acercarme allí. El viaje tenía un doble propósito: personal y profesional. Aproveché la visita para conectar con las universidades de la zona. Ya trabajaba entonces en la Universidad de Burgos, y sentía el impulso de construir puentes entre España y Argentina, entre Europa y América Latina, entre mi historia familiar y mi trabajo académico.

Aquel viaje fue el comienzo de algo ilusionante: junto con Carmina en Argentina y más colaboración, organizamos un doctorado de la Universidad de Burgos en Tucumán. Regresé en 2002 y 2003, con las ganas y esperanza de la juventud.

En aquel momento la realidad pudo más que la ilusión, quizá el contexto no era aún el adecuado. Faltaba madurez institucional, tecnología, tiempo. La docencia online era algo aún marginal, y las videoconferencias eran casi ciencia ficción. El proyecto no pudo continuar. Como ocurre tantas veces en la vida, lo sembrado no dio fruto inmediato.

Y entonces… pasaron los años. Ahora regreso, aprovechando una estancia académica en la Universidad de Buenos Aires. Antes de parar en la capital, decidí regalarme algo más valioso que cualquier congreso o reunión: una semana en Tucumán. Una semana para reencontrarme con mi familia, con los recuerdos de una etapa de mi vida en la que los sueños aún estaban por escribirse y quizá volver a hacer crecer la relación universitaria que no se desarrolló en aquel momento.

Es una experiencia extraña, emocionante y profundamente humana. Quiero ver cómo ha cambiado el lugar, pero también cómo han crecido las personas. Quiero conocer a los hijos de mis primos, ver en sus rostros algo de la historia que compartimos. Sentir cómo el tiempo transforma, pero también cómo nos espera, de alguna manera.

A veces hablamos de "gestionar el tiempo" como si fuera un recurso más: como si se pudiera ordenar, distribuir o dominar con disciplina. Pero el tiempo no se gestiona del todo. El tiempo se vive. Se decide. Se honra.

Durante años, el tiempo se me fue en otros proyectos, otras urgencias, otros compromisos. Y está bien. Así es la vida. Ahora que vuelvo, me doy cuenta de que a veces "vivir tu tiempo" significa simplemente volver. Volver a lo que dejaste en pausa. Volver a los vínculos que te hicieron ser quien eres. Volver a los lugares que marcaron tu camino.

“Vivir tu tiempo a veces significa volver”

Si tienes suerte, tendrás tiempo para regresar y volver a experimentar parte de lo que vivas. Pero nunca se sabe, hay que aprovechar esta visita como si fuese la última.

Hoy, 22 años después, siento que vuelvo no solo a un país, sino a una parte de mí que había quedado en suspenso. Vuelvo a unas raíces que pueden seguir profundizando.

Porque el tiempo no vuelve, pero los lazos, si los cuidas, permanecen.

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domingo, 4 de mayo de 2025

El tiempo bien vivido es tiempo compartido: encuentra tu tribu

En nuestra constante búsqueda de productividad, eficiencia y metas, podemos pasar por alto algo esencial: las relaciones que nos sostienen y nos inspiran. ¿De qué sirve tener una agenda perfecta si no tenemos con quién compartirla?

Lola C. Belmonte, en su libro “El poder del círculo. Encuentra tu tribu”, nos recuerda una verdad poderosa: la calidad de tu vida está directamente relacionada con la calidad de tus relaciones. Gestionar bien el tiempo no solo se trata de tachar tareas; quizá es más importante elegir bien a las personas con quienes lo compartes.

Según la pirámide de necesidades de Maslow, la pertenencia es una necesidad justo después de la seguridad. Sin sentirnos parte de un grupo, nuestras metas pierden sentido. Los círculos de apoyo, ya sean: familia, amistades, colegas o comunidades afines; son el terreno fértil donde florecen nuestros talentos y proyectos.

En un mundo acelerado, rodearte de personas que te inspiran, que te escuchan de verdad y que creen en ti es una forma de autocuidado. Es invertir en una vida más plena.

“Tribu y tiempo son una alianza poderosa”

Cuando formas parte de un círculo que vibra contigo, tus decisiones cambian. Eliges mejor tus hábitos, tus palabras y hasta tus prioridades. Comienzas a cuidar no solo lo que haces con tu tiempo, sino también con quién lo haces.

  • ¿A quién quieres cerca en tu vida?
  • ¿Qué círculos te inspiran y cuáles te drenan?
  • ¿Qué rituales puedes crear para fortalecer esos vínculos?

Gestionar tu tiempo implica reconocer qué relaciones alimentan tu energía y cuáles la agotan. No se trata de excluir con juicio, sino de cerrar ciclos con gratitud, reconocer el camino recorrido juntos aunque ahora sea conveniente caminar por sendas distintas, como aconseja Belmonte. Elegir a qué tribu quieres pertenecer también significa aprender a decir adiós con amor.

Una buena vida no se construye solo con horarios organizados. Se construye con presencia, conexión y tribus conscientes. Al final del día, como bien dice Tony Robbins, “la calidad de tu vida es la calidad de tus relaciones”.

¿Y tú, estás invirtiendo tu tiempo en las personas adecuadas?

Te invito a reflexionar sobre qué círculos te elevan, y si no los tienes todavía… quizá ha llegado el momento de crearlos.

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