La
Navidad tiene algo curioso. Llega cada año casi sin pedir permiso y, antes de
darnos cuenta, estamos dentro: comidas, cenas, compromisos, mensajes, horarios
alterados y mesas que se llenan más por inercia que por hambre.
Muchas
veces en Navidad no decidimos: repetimos.
Repetimos
lo que se hace, lo que “toca”, lo que siempre se ha hecho. Los mismos platos,
las mismas horas, las mismas conversaciones, incluso los mismos pequeños
malestares. Automatismos sociales que asumimos casi sin darnos cuenta.
![]() |
| Como un burro que reptie la cena de cada Navidad e igual le sientan mejor unos huevos fritos y una manzana |
Y lo
digo en primera persona. Yo también disfruto de la cena de Navidad. Me gusta.
La celebro. Pero, siendo honesto, también la percibo con una parte de obligación. Como algo que hay que cumplir. Y ahí aparece la tensión.
Porque
quizá la Navidad sea justo eso:
un equilibrio delicado entre el disfrute y
la obligación.
Cuando
ese equilibrio se rompe y la obligación pesa más que el disfrute, algo chirría.
Aparece el cansancio anticipado, la desgana, incluso el sufrimiento silencioso.
Entonces la cena deja de ser celebración y se convierte en trámite. Y a veces,
dicho sin rodeos, es un coñazo o simplemente no apetece.
Además,
conviene no olvidar algo importante: para
muchas personas estas fechas son especialmente difíciles.
La
rutina navideña: los mismos días, las mismas canciones, los mismos rituales;
puede convertirse en un recordatorio constante de quienes ya no están. De las
personas que han muerto durante el año. De ausencias recientes o antiguas, por
una separación que hace que los niños estén con tu antigua pareja. De
acontecimientos dolorosos que, tristemente, coincidieron con estas fechas. Y
entonces la Navidad no es solo repetición: es volver a entrar en la herida,
volver a tocar el dolor.
En
esos casos, mantener la rutina “porque siempre ha sido así” puede resultar
especialmente duro. No alivia; agranda. Y quizá ahí también sea necesario darse
permiso para cambiar.
Cambiar
las rutinas no es traicionar la Navidad. Es cuidarse.
Tal vez este año te venga mejor otra cosa:
- Irte de viaje.
- Salir a dar un paseo largo.
- Cenar lo que cenas cualquier otro día.
- Huevos fritos, una manzana, algo sencillo.
- Seguir tu ritmo en lugar de forzarte a una mesa que no te apetece.
Además,
seamos claros: en Navidad también se disparan los precios y, muchas veces,
comemos no lo que necesitamos, sino lo que “toca” comer. Como si el valor del
encuentro dependiera del menú.
Y no
tiene por qué ser así. Hacer lo que hace todo el mundo a veces está bien. Nos
conecta, nos une, nos da pertenencia.
Pero
en ocasiones es sano ir a contracorriente. Escucharte. Permitirte no cumplir el
guion. Elegir desde lo que sientes y no desde lo que se espera de ti.
La
pregunta clave quizá sea esta:
👉 ¿Qué rutina me ayuda a
vivir mejor este momento de mi vida?
Cambiar
las rutinas para que nos sienten bien.
Cambiar
las rutinas para que de verdad puedan ser disfrutadas.
Cambiar
las rutinas para no olvidarnos de lo importante.
Porque
lo importante de la Navidad, si es que hay algo importante, no siempre está
alrededor de una mesa. Está en el encuentro. En el compartir tiempo. En la
presencia real con la gente que queremos.
Y ese
encuentro puede darse caminando, viajando, conversando en calma o simplemente
estando.
No
desde la obligación, sino desde la apetencia.
No desde
el “tengo que”, sino desde el “me apetece”.
Quizá
vaya de vivir tu tiempo con un poco más de conciencia.
Y de
permitirte elegir.
Si quieres seguir leyendo lo que se publica en el blog, formar parte de esta tribu, puedes seguirme en LinkedIn, para no perderte la próxima entrada. Haz clic aquí.

No hay comentarios:
Publicar un comentario