Esta semana la muerte ha estado muy presente a mi alrededor. No es algo aislado, llevo una mala racha, de esas épocas en las que parece que las despedidas se acumulan, una detrás de otra, como si la vida quisiera recordarnos con insistencia su fragilidad y su finitud.
Murió Paciano,
un primo de mi padre, de su misma edad. Convivieron mucho de niños,
compartieron juegos, campos y recuerdos, aunque con el tiempo se distanciaron.
Aun así, la raíz común del pueblo (Valtierra) y la familia nunca se perdió del
todo, como esas raíces profundas que siguen alimentando un árbol, aunque sus
ramas se distancien.
También
se ha marchado Sor Anuncia, monja en convento de mi tía. Siempre atendía el
torno con una sonrisa genuina, de esas que no necesitan palabras. Hablar con
ella era sentir paz, cercanía, amor en estado puro. Era de esas personas que
iluminan sin darse cuenta.
Por
último, mi tío Paulino. De la misma quinta que mi padre, soñaba con su
jubilación como un tiempo de descanso merecido. Pero apenas llegó, la
enfermedad llamó a su puerta. Los últimos años los pasó acompañado por Macaria,
su mujer, que con una constancia admirable le cuidó con entrega y cariño. Su
dedicación silenciosa ha sido una lección: no caminamos solos, aunque a veces
lo olvidemos.
Son
muertes que llegan tras largas vidas, enfermedades y despedidas pausadas. No
sorprenden, pero duelen. Cada una de ellas es un recordatorio silencioso de
nuestra condición pasajera. De que estamos aquí de paso. De que cada día que
amanece es un regalo que no deberíamos dar por hecho.
Cuando
la muerte se asoma tan de cerca, inevitablemente surge la pregunta:
¿Estoy
viviendo la vida que quiero vivir?
¿Nos
reconocería nuestro “yo” adolescente en el adulto en que nos hemos convertido?
¿Se sentiría orgulloso? Quizá haya que volver la vista a esa etapa de sueños
intensos y convicciones firmes, cuando creer en lo imposible era natural,
cuando el inconformismo era una fuerza vital que empujaba hacia adelante. Tal
vez ahí haya pistas para recuperar parte de nuestra esencia.
Estamos
en otoño. La naturaleza se tiñe de mil colores antes de dejar caer sus hojas.
Es una estación hermosa y simbólica, tiempo de transformación, de soltar, de
dejar ir aquello que ya no nos sirve, aunque dé miedo. Nos hemos acostumbrado a
ciertas incomodidades y rutinas que, aunque no nos hacen bien, nos resultan
familiares. Pero igual que el árbol no duda en desprenderse de sus hojas,
nosotros también podemos permitirnos ese gesto valiente.
![]() |
Iglesia de San Andrés (Valtierra de Albacastro) |
La
muerte, tan presente últimamente en mi vida, y en especial la de Paulino, el
más cercano de quienes se han ido esta semana, me hace sentir profundamente el
otoño vital. Sé que tras él llegará un invierno de duelo, de silencios y
ausencias que habrá que atravesar con calma. Pero también confío en que, como
cada ciclo, la primavera acabará llegando, trayendo nuevos brotes, nuevas
formas de vida, de vínculos y de esperanza. Ojalá podamos, entre todos,
reconocer y cuidar esos brotes cuando aparezcan, y seguir construyendo juntos
con lo que permanece.
Esta
semana te invito a tomarte un momento, en silencio, y hacerte esta pregunta:
“¿Estoy
viviendo la vida que quiero vivir?”
Escúchate
sin excusas. Tal vez descubras alguna hoja que ya es hora de soltar. Tal vez
aparezca una semilla nueva deseando brotar.
La
vida, como el otoño, nos invita a renovarnos.
Si estás
en cambio o de duelo, si te planteas que tienes que soltar para dejar crecer lo
nuevo, te animo a participar en el curso que imparto en UBUAbierta:
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del tiempo, gestión de vida – I y II edición
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